A los andaluces nos robaron nuestra memoria, nos  incautaron nuestra historia, intentando enterrar nuestra identidad. Nos  enseñaron que sólo somos hijos de la Reconquista, gentes de colonización venidas  del norte de España en sustitución de aquellos pérfidos moros que la habitaron  durante ocho siglos. Nos dijeron que éramos Castilla la Novísima y que nuestra  historia era la castellana. Consiguieron que percibiéramos a los habitantes de  Al Ándalus, de la Bética romana, de la Tudertania, de Tartessos o del Algar como  gentes ajenas a nosotros mismos. Pues la verdad es bien distinta. El andaluz es  mestizo, fruto de las sucesivas incorporaciones de sangres, culturas y  religiones. Y como pueblo ha tenido una continuidad desde la más remota  antigüedad. La Alhambra, Itálica, Los Millares o Tartessos fueron construidas  por nuestros antepasados, no por extraños foráneos de paso.  
Resulta cómico que otros pueblos de España, con una  historia infinitamente más pobre y reciente que la andaluza, se autotitulen  “nacionalidades históricas” excluyendo de tal mérito a Andalucía, la tierra que  más sabios y artistas ha proporcionado desde la más remota antigüedad. Así lo  testimoniaron griegos, cartagineses y romanos, que se asombraron del grado de  desarrollo de los pueblos del sur de la Península. 
 
Andalucía es percibida como tierra conquistada y  derrotada. No es tomada en serio. Los tópicos de holgazanería e indolencia  siguen pesando sobre nosotros. Solo servimos para hacer reír, nos desprecian.  Perdemos centros de decisión política y económica, sin que se alcen voces para  denunciarlo. Una masiva emigración de talento universitario descapitaliza cada  año nuestra tierra. Y mientras, seguimos callados, dóciles.  
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